Saco, tropezar, verdadero (el relato de la semana)

Avanzo por el enlodado camino, arrastrando los pies bajo la persistente lluvia que empapa mi ropa y me cala los huesos. Las fuerzas me han abandonado, al igual que las ganas de vivir, pero no tengo el valor para quitarme la vida. 

No me queda nada. Sigo al resto de caminantes como si importara hacia dónde van, como si existiera un lugar en el que pudieran sentirse a salvo, aunque me daría igual si se dirigieran a las mismas puertas del infierno. 

El sonido de cascos de caballos, enmudecidos por el barro, nos sorprende más adelante, y todos nos escondemos entre los árboles que flanquean el camino para ocultarnos de su mirada. No nos perseguirán, a pesar de que estoy seguro de que nos han visto. Ni siquiera nos consideran dignos de manchar sus filos. 

Se dirigen a la ciudad que acaban de tomar por la fuerza. El ejército defensor presentó batalla, pero no lo suficiente. Yo los vi morir por nosotros. Los invasores tienen una merecida fama de no hacer prisioneros. Tras tomar las murallas, asolaron las casas, los comercios. Asesinaron a todo aquel que se interpuso. Solo nosotros, cobardes supervivientes, huimos de un funesto destino con un saco a la espalda lleno de culpabilidad, vergüenza y pena. 

Nadie regresa al camino, demasiado peligroso. Los árboles nos ofrecerán protección siempre que avancemos, la hojarasca mojada amortiguará nuestros pasos, pero ¿quién nos protegerá de nosotros mismos, de nuestros pensamientos? 

Tal vez su sino será tropezar con una piedra similar en el lugar en el que decidan asentarse de nuevo. O tal vez no, pero dudo que el sol vuelva a brillar otra vez en el firmamento de la misma manera para ninguno de ellos. Para mí seguro que no. 

Cada vez que cierro los ojos la cabeza de mi padre rueda por el suelo, el cuerpo de mi madre se balancea desde una soga. Flaqueo ante el recuerdo y mi acompañante me sostiene para que no caiga. Me dedica una breve sonrisa de ánimo. Le estoy agradecido por haberme salvado. Le odio por la misma razón. Ojalá me hubiera permitido acompañar a mis progenitores en su final. Seguro que el manto del olvido es mucho más benévolo que este perpetuo dolor. Sé que mi compañero de viaje no podía permitirlo, pero ¿es a mí a quién salvaba o a su conciencia? 

La venganza me aplasta el pecho. Me dificulta la respiración. Es como un espíritu con entidad propia que reside en mi interior. Tras cada pisada creo que el dominio que necesito para controlarlo perderá fuerza y se abrirá paso a través de mi pecho. Lo dejaría salir con gusto, aunque no serviría de nada. Soy joven e inexperto, no un digno siervo del castigo que mis enemigos merecen. Todavía no. Pero dedicaré lo que me queda de vida a convertirme en el propio instrumento de mi resarcimiento. 

Algún día regresaré y me devolverán lo que es mío por derecho. Pues yo soy el verdadero heredero del reino. 

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