Como he dicho antes, os pongo este pequeño relato inspirado por la palabra aleatoria que ha salido. Me he tomado la pequeña licencia de cambiarle el género. Espero que os guste.
«—Quieta —Aquel susurro cerca de su oreja le causó más escalofríos que el cañón de la pistola contra su nuca—. O disparo.
Apretó los dientes mientras observaba con codicia el objeto frente a ella, aquel que solo había conseguido rozar con la punta de los dedos. Después de tanto trabajo no podían negárselo. No era justo. ¿En qué había fallado? ¿De qué habían servido la compra de los planos, el soborno a los operarios? La planificación había sido perfecta, estaba convencida de ello.
Suspiró. De ser eso cierto ahora no se encontraría en aquella situación. Levantó las manos en señal de rendición.
El hombre al otro lado del arma rio con suavidad.
—Lástima. Tu plan era perfecto —murmuró con sarna—. Tanto, que decidí utilizarlo. Tú único fallo fue no gastar suficiente en la seguridad de tu ordenador. Apenas me llevó dos horas reventarla y sacar toda la información.
—Búscate tus propios robos, ladrón —musitó. Se percató de la ironía, a pesar de la mezcla de odio y miedo que se agitaba en su interior.
Con lentitud se volvió para ver a su atacante, sin bajar los brazos. Un hombre grande pero atlético, con ropa funcional en tonos oscuros, le devolvió una fría mirada en sus ojos verdes. Eran el único resquicio entre la capucha y el pañuelo que le cubrían casi la totalidad del rostro.
—¿Para qué? —Una sonrisa se reflejó en su mirada—. Es mucho más gratificante que te hagan el trabajo. Uno muy bueno, por cierto, te felicito. Casi me da lástima que no seas tú quien se lleve el trofeo.
—Te pagaré —le ofreció—. Pero no puedes llevártelo, por favor. Para mí no es una simple pieza. Es algo más.
Sus ojos se agrandaron ante el comentario.
—¡Vaya! ¿Y qué es para ti esa joya? ¿Me vas a decir que es un legado familiar?
Ella entrecerró los ojos. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza por la rabia, que se había abierto camino entre el miedo y el odio.
—No pretenderás que te explique mi vida. —Casi le escupió—. Acabamos de conocernos.
Él se acercó a ella, tan cerca que la punta de su nariz cubierta casi rozó la suya. No flaquearía. Tal vez se sentía amedrentada, pero no se lo iba a demostrar. Él alargó la mano que no sostenía la pistola y rozó su cintura con suavidad.
—Una lástima, sin duda —musitó. Si su boca no hubiera estado oculta tras el pañuelo, el aire habría besado sus labios.
Ningún músculo de su cuerpo osó moverse, salvo su corazón, que parecía un caballo desbocado por un nuevo sentimiento que no debería estar ahí. Se amonestó por ser tan boba.
Él se apretó un poco más contra ella, que ya estaba apresada entre él y la vitrina abierta. Buscó en sus ojos algún tipo de pista sobre sus intenciones.
Y, entonces, él le guiñó un ojo y corrió en dirección opuesta hacia la ventana. Ella alzó los ojos al cielo, sin necesitar mirar que la joya ya no estaba allí. ¡Qué estúpida había sido!
Se lanzó tras él a través de la ventana, en una persecución por los tejados de la ciudad que no podía permitirse perder.